La lluvia
golpeaba la ventana suavemente, y aquel sonido mecía lentamente sus sueños,
confundiéndose sueño y realidad en una extraña sensación de bienestar que le
empujaba a quedarse en la cama al abrigo de sus mantas. En el exterior hacía
frío, lo notaba en su nariz, que asomaba vergonzosa al mismo tiempo que
expulsaba el vaho de cada mañana. Empezaron a despertar todos sus sentidos, al
ritmo del sonido acristalado, al ritmo de una dolorosa respiración. No quería
comenzar el día, quería quedarse así, pensó que podría estar así siempre, cerró
fuerte los ojos.
Los abrió de
repente.
Volvió a
cerrarlos. Con fuerza.
Otra vez los
abrió. No. No había sido un sueño. Todo era real, dolorosamente real.
Miró el techo.
Recorrió toda su habitación con la mirada, expectante, aún con la esperanza de
reconocer en todo aquello un sueño, un mal sueño. La luz que entraba por la
puerta le devolvió a la realidad. Era el momento. Apartó de un golpe seco las
mantas, sacó una pierna y, al apoyar el pie en el suelo, sintió el frío, un
frío que le recorrió todo el cuerpo, hasta llegar y compararse con el frío de
su nariz. Respiraba con dificultad, sin razón aparente. Escuchó la lluvia.
Al compás, se
levantó de la cama. Se fue a la cocina. Cogió su taza y se preparó el café. El
olor de la cafeína inundó la cocina. Sólo quería café. Nada más. Mientras
miraba la taza dar vueltas en el micro-ondas, volvió a acordarse de él. En ese
momento, y sólo en ese momento, cada mañana, es cuando recibía su calor, se
calentaba las manos con la taza al tiempo que sentía en su cuello el beso de
buenos días. Ese momento, y sólo ese momento, era el más feliz de su día. Le
acompañaba durante todo el día, le perseguía en cada instante, en cada una de
las sonrisas que le producía su ataque, cada vez que volvía a su cabeza. Pero
no entonces, cuando agarró la taza, lo único que sintió fue amargura, nostalgia
quizá… ya no sabía lo que sentía.
Bebió de un trago
el café. Dejó la taza vacía en el fregadero, el sonido vacío del metal le trajo
de nuevo a la realidad. Seguía lloviendo en la calle, la gente corría, contra
el viento, sujetando con fuerza sus paraguas, luchando contra el tiempo, como
en un intento desesperado de huir, de huir de la oscuridad.
Se fue al baño, pero
no quiso mirar al espejo. Abrió el grifo de la ducha, dejó caer el agua sobre
su mano izquierda, estaba fría, esperó unos segundos, seguía fría.
Se desnudó. Se
vio en el espejo. No se miró. Apartó la vista.
Entró en la
ducha. Dejó caer el agua sobre su espalda, estaba caliente, esperó unos
segundos… Dejó caer el agua sobre su espalda, al mismo tiempo que una espesa
neblina le envolvía. Lentamente. Tenía los ojos cerrados. Apretó fuerte. Los
ojos. Los dientes.
Apareció de nuevo
en sus pensamientos. Por qué. Por qué había dejado que todo eso le afectara
tanto. Por qué en ese momento. Por qué no supo esperar. Por qué lo dijo. Por
qué no se calló. Por qué no supo. Por qué se lo preguntaba todos los días.
Estaba llorando.
O era el agua de la ducha. Notó la temperatura de sus lágrimas. Como siempre,
no sabía distinguir nada, confundía unas cosas con otras…
Cerró el grifo.
Lo decidió, otra vez. Buscó en su mente. Encontró muchos recuerdos. Los fue
juntando todos. Los recogió. Los reunió. Todos juntos.
Los metió en una
pequeña caja.
"Te quiero", escuchó.
Los apartó.
"Te echaré de menos".
Los encerró en lo
más profundo de su cabeza.
"No lo hagas".
Apagó la luz.
Envolvió la caja
con unas fuertes cadenas. Puso un candado. Lo cerró.
Salió de allí para no volver nunca. Decidió no rescatarlos nunca. Decidió que jamás
volvería a abrir todo aquello. Decidió que lo olvidaría, que lo conseguiría,
decidió que no volvería a pasar nunca más por todo ese sufrimiento.
Decidió negarse.
Se negó a volver
a todo eso.
Se negó a pasar
de nuevo por aquello.
Se negó a querer.