sábado, 9 de marzo de 2013

Cambiar papeles


[He encontrado hoy esto por mi ordenador. Lo escribí hace dos años exactamente, y con motivo del Día Internacional de la Mujer, para presentarlo a un concurso de relatos, creo... Lo he leído y he recordado con alguna sonrisa de medio lado todas las cosas que me inspiraron cada uno de los detalles de esta pequeña y ficticia historia, y eso es lo que me ha hecho disfrutarla, en realidad. Al mismo tiempo me he sentido muy agradecido pensando en todas las mujeres que me han rodeado, me rodean y me rodearán a lo largo de toda mi vida. Aprovechando que ayer fue el día que fue... ¡¡¡FELICIDADES A TODAS LAS MUJERES POR SER MUJERES!!!]

Cuando llegó a casa, olía a comida, aunque no recién hecha. Su marido lo había dejado todo preparado para que ella no tuviera que trabajar más, que sólo bastase con un golpe de microondas. Había tenido un día duro en el trabajo, así que agradeció encontrarse sola en su casa aquel fin de semana para desconectar de todo aquello que la estresaba durante la semana. Su marido y sus hijos estaban en casa de sus suegros, aprovechando ese viernes de fiesta que ella no había podido disfrutar, se habían ido aquella mañana casi entendiendo que ella necesitara un tiempo a solas. Comió. Se dio un baño. Se fue al salón. Encendió la tele para tener un sonido de fondo que le hiciese compañía. Se acercó a la ventana y decidió leer un rato.

Se sentó en el sillón orejero que había heredado de su padre, todavía olía a él. La luz del sol en la calle iluminaba su cara levemente, y la lámpara de pie, al otro lado, iluminaba el libro que en ese momento estaba leyendo. De repente, un anuncio sobre compresas en la televisión hizo que se despistara unos segundos. Terminó de ver el anuncio y no pudo evitar sentirse un poco molesta, al mismo tiempo que le vinieron a la cabeza diferentes conversaciones con sus amigas, aquellas en las que había oído de alguna de ellas, incluso creía recordar haberlo dicho alguna vez, que prefería haber nacido hombre. Se concedió unos minutos para reflexionar sobre el asunto. ¿Cómo habría sido ella como hombre?

Obviamente, no se llamaría Laura. ¿Qué nombre le habrían puesto sus padres? ¿Le habrían puesto el de su hermano Antonio? ¿La querrían sus padres de la misma manera? Era la mayor de tres hermanos, se llevaba dos años y medio con su hermana Sara y cinco con su hermano. Había cuidado de ellos en más de una ocasión, se sentía muchas veces responsable de los actos de ambos, incluso había sido un poco madre para ellos. Reconocía haberse equivocado con algunas discusiones, y en otras, se veía a sí misma en posesión de la razón. Sus hermanos la querían, y ella también los quería mucho, y siempre habían aceptado ese papel de hermana mayor responsable que se había adjudicado en el preciso instante en el que nació su hermana. Con dos años y medio, su madre ya había notado en ella un cambio, la veía mucho más madura al asomarse a la pequeña cuna de su hermana en las noches en las que Sarita tenía problemas para dormir. Con seis años ya cuidaba de Antonio con la misma paciencia y dedicación que imprimía cuando cuidaba de sus muñecos. ¿Habría sido un buen hermano si hubiera nacido hombre? No habría podido compartir con su hermana la habitación tanto tiempo, ni la ropa, ni las revistas de chicas, ni los secretos, ni sus inquietudes en la adolescencia…

Había tenido una infancia feliz, una adolescencia normal. Levemente fue haciendo un recorrido de su vida. Había sido una buena estudiante, había sido buena en el colegio, en el instituto y en la universidad. Si hubiera nacido hombre ¿habría estudiado lo mismo? Siempre le gustó mucho la informática, y en su casa nadie le dijo qué es lo que tenía que estudiar. Estaba contenta con su elección, pero se imaginó haciendo otras cosas siendo niño. Se imaginó jugando al fútbol en lugar de al baloncesto. A su padre le gustaba mucho el fútbol, y a ella también, pensó que quizá, siendo varón, su padre la habría animado a dedicarse a ello profesionalmente. Quizá habría tenido más suerte que su hermano, que se lesionó y no pudo volver a jugar desde que lo hiciera en el equipo de su barrio. Podría ser ahora un futbolista reconocido dedicado a su equipo desde el otro lado, ya no tenía edad para jugar. ¿No sería informática? Siempre le había gustado su trabajo, cuando decidió estudiar esa carrera su familia se había sentido feliz de que escogiera algo que la apasionaba desde muy pequeñita.

¿Tendría el mismo trabajo? El año pasado por fin consiguió una de sus metas, después de muchos años logró ser la jefa de un grupo de programadores subcontratados por la empresa en la que ella trabajaba desde que se fue a aquella enorme ciudad. Todos aquellos informáticos estaban en el mismo puesto que ella cuando empezó. Recordó sus inicios de la misma manera que lo hacía cuando empezaba un proyecto nuevo con su grupo, ilusionados todos por sacarlo adelante. Los sentía a todos como su familia, no en vano, casi pasaba más tiempo con ellos que con sus propios hijos. El haber gastado tantas horas de su vida en el trabajo la había llevado a forjar allí numerosas amistades. Había hecho muchos amigos, ¿habría conocido también a Francisco? ¿Serían amigos? No lo dudó. Francisco fue el primero que habló con ella cuando entró en aquella sala tan grande llena de mesas con ordenadores de pantalla plana. Francisco había hecho que sus primeros días allí no fueran tan traumáticos y por eso mismo, desde el inicio, veía en él un apoyo importante. Francisco se enamoró de ella. Empezó a dudar.

No se habría casado con Francisco, y no sería el hombre más importante de su vida ahora. Quizá no habría superado la presión a la que la sometieron al principio. No habría conocido a los que ahora eran sus mejores amigos. No viviría en esa casa en un barrio tranquilo del norte, apartada de la contaminación y del ruido del centro de la ciudad. No tendría esa casa. Quizá ni siquiera estaría en aquella ciudad que tantos disgustos y alegrías le había dado. Se sintió ligeramente agobiada y decidió cambiar la línea argumental de sus pensamientos.

Miró a la calle. Un matrimonio de ancianos paseaba por la acera de enfrente. Parecían felices. Lo intentó, pero no consiguió evitar imaginarse a sí misma, agarrada del brazo de su marido, paseando por aquella calle cuando tuvieran ochenta años. ¿Sería entonces un buen abuelo? ¿Sería ahora un buen padre? Se sintió un poco triste, de haber nacido hombre no habría podido llevar a sus hijos durante nueve meses y medio, a Julia, perezosa incluso para nacer, y siete meses, a Pablo, mucho más impaciente. Estaba muy orgullosa de ellos, y se sentía orgullosa de sí misma y de su marido por haber sabido educarlos correctamente y de la misma manera que lo habían hecho con ella y con sus hermanos sus propios padres. ¿Existirían de haber sido ella hombre? ¿Habría elegido también tener dos hijos? ¿Su mujer habría querido tenerlos? Estaba contenta por haber decidido todo aquello y porque su marido lo aceptara.

No quiso pensar más en ello. No quiso imaginarse cambiando todo aquello simplemente por no usar compresas cada mes. De repente, fue consciente, sonrió echando unos minutos la vista atrás y, recordando lo que le había llevado a pensar en todo aquello, sacudió la cabeza intentando negar todo aquel momento de soledad con sus pensamientos. Un anuncio de la televisión fue el que la transportó a su cabeza, pero no para pensar en el fin último de dicho anuncio, sino para divagar y reflexionar sobre su propia identidad. Dejó de estar molesta.

Se recostó un poco sobre la oreja izquierda de su sillón y cerró fuertemente los ojos, haciendo un esfuerzo por acordarse de lo que iba a hacer antes de sumergirse en sus pensamientos y distraerse con pequeños recuerdos de su vida. Quería leer sentada en el sillón orejero que había llegado a su casa hace poco más de un mes. Miró hacia el libro que descansaba en la pequeña mesa junto a la ventana, Mujercitas, rezaba el título. Sonrió por la ironía del momento. Suspiró. Y volvió a sonreír feliz por haber llegado hoy a casa y tener la comida preparada, por encontrarse sola en casa durante todo el fin de semana para dedicárselo única y exclusivamente a ella, por sentirse arropada por el sillón que olía a su padre y que la transportaba a su feliz niñez cada vez que se sentaba en él, por tener la vida que tenía y por haber descubierto, en ese preciso instante, que era feliz, y eso valía más que cualquier enfado tonto por un anuncio creado, seguramente, por algún grupo de hombres que no sabía lo maravilloso que era ser una mujer. Así continuó con su vida.

domingo, 3 de marzo de 2013

El perro que se muerde la cola



Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra… Lo que esta expresión no explica es que el hombre es capaz de caer más de dos veces. Lo que esta expresión no explica es que el hecho de tropezar no asegura que aprendas para una posible siguiente vez.

¿Qué pasa cuando tropezamos tantas veces? ¿Por qué a veces nos vemos incapaces de salir de la fase de experimentación? Vamos a ver, a ver si consigo entender algo. Se supone que nos tenemos que caer para aprender, se supone que a base de tortas aprendemos de la vida, entonces, ahí va mi pregunta, ¿las personas que más se han caído en esta vida son las más sabias?, ¿aquel que se autodefine como sabio y conocedor de todo en esta vida es el que más tortas se ha llevado?, ¿eso es de ser inteligente?

Han visto ustedes, supongo, alguna vez a una mosca intentando salir por una ventana cerrada. La muy tonta no aprende con los 30 primeros golpes, sigue intentándolo insistentemente. Me viene a la cabeza, gracias a esa mosca estúpida, la de veces que he leído que nos tenemos que levantar una y otra vez para seguir hacia delante. Somos un poco como esa mosca. Nos tropezamos dos veces, o tres, o cuatro. Nos caemos un montón de veces más, y nos animan a que nos levantemos y sigamos hacia delante. Es la gente que nos rodea la que nos anima a escoger otro camino de la misma manera que, creo, le pasará por la cabeza a esa estúpida mosca: “si por aquí no salgo, quizá un milímetro más a la izquierda… no… un poco más… tampoco…”

¿En serio? ¿En serio somos los seres humanos tan imbéciles? Lo he visto a mi alrededor, no aprendemos. Nos cuesta muchísimo aprender. Nos cuestan esas tortas que recibimos a lo largo de nuestra vida, hasta tal punto que somos capaces de aconsejar a los que nos rodean utilizando nuestras propias experiencias, sin darnos cuenta de que seremos de nuevo los conejillos de indias de nuestras propias experiencias, actitudes y errores, que repetiremos, sin duda, olvidando los consejos, las conclusiones y las moralejas que muy sabiamente somos capaz de exprimir de ellos. De los errores se aprende, que dicen.

Es la pescadilla que se muerde la cola. Permítanme la licencia metafórica y poética, creo que es más el perro que intenta morderse la cola. Me explico, somos los hombres tan tontos como ese perro que se persigue insistente el rabo dando vueltas sobre sí mismo. Él sabe que no lo alcanzará nunca, y que si lo alcanza lo dejará escapar a los segundos porque se produce dolor al morderse, o porque no es capaz de mantener la postura.

Así somos las personas, perseguimos algo que sabemos que es difícil de alcanzar, cuando lo logramos nos damos cuenta de que no es bueno para nosotros y lo dejamos escapar. O cuando lo conseguimos, nos encontramos incómodos con la postura y lo dejamos ir. Tiempo después nos olvidamos de que no es lo que queríamos, y volvemos a perseguir ese objetivo como imbéciles, olvidando lo que nos costó, olvidando que conseguir esa meta no nos alivia.

Somos perros, pero nos hemos confundido tantas veces que hemos olvidado que no somos el perro de Pavlov (aquel que conseguía aprender con premios y castigos), uno que demostraba ser inteligente. No, no somos ese perro inteligente que aprendía. No. Somos el perro insistente que no aprende, que repite una y otra vez sus errores, y que cuando se lleva la torta piensa dos segundos en abandonar su empeño por su escasa conveniencia, para retomarlo tiempo después convencido de que es positivo y es lo que tiene que hacer.

Aprendamos, no a base de hostias, que hay cosas que no nos convienen y por mucho que intenten convencernos de lo contrario, hay objetivos imposibles. Que esas hostias sean un indicativo de que es hora de cambiar de meta, que esas tortas nos enseñen a luchar por lo verdaderamente importante. Piensen ustedes, la próxima vez que alguien les diga y les anime a seguir luchando por algo, que es tontería perder el tiempo y que lo más cómodo es abandonar algo difícil de conseguir por algo que exija de nosotros menor esfuerzo. Abandonar un objetivo difícil no es dar la espalda a nuestros principios y a nuestra dignidad, que nadie les intente convencer de ello, abandonar un objetivo difícil por uno más fácil es comodidad, practicidad, intentar buscar la felicidad en las pequeñas cosas. Que nadie intente convencerles de lo que lo más difícil de alcanzar es lo que más alegrías nos da. No. Aquello que nos haga feliz, no ha de ser tan costoso. Y si no, ¿por qué escuchamos que son los pequeños detalles los que nos hacen sonreír?