miércoles, 11 de enero de 2012

Teoría de los "asíes" (II): dominio y emancipación del "yo"

Se levantó a las siete, como cada mañana. Ya no había nadie en su casa. Uno de sus compañeros de piso le había dejado el café preparado, como siempre. Otro, había dejado su taza en el fregadero, con agua. Después de su rito matutino, salió de casa, dirección al metro. Se puso los cascos y, sentado en el banco del andén, empezó a leer su libro, aunque notaba que esa mañana no le apetecía mucho. Entró en el vagón de cada día, cerró y guardó el libro para mirar a la gente que viajaba con él, a ver si había alguien nuevo, o eran los mismos de siempre. Estaban todos. Las dos adolescentes que iban al instituto, emocionadas hablando de este y de otro chico. Los dos universitarios con sus carpetas, de pie a su lado, comentando algo sobre exámenes y profesores. La señora, limpiadora quizá, que entornaba los ojos de vez en cuando pensando en la primera casa del día. El ejecutivo que leía el periódico gratuito del metro, y el señor cotilla al lado, que no lo había conseguido y quería enterarse de las noticias del día. Los dos hispanoamericanos que amenizaban la mañana en el metro con su reggeaton a todo volumen. Subió un poco más el volumen de su iPod, para escuchar su música y concentrarse en sus pensamientos.

Llegó a su parada. En la estación vio a la gente de todos los días. Los primeros, los comerciales del Círculo de Lectores, que ya se habían cansado de preguntarle cada mañana. En el primer rellano, dos jóvenes con rastas tocando la guitarra. En el segundo, un mendigo amable que saludaba a todo aquel que pasaba y le miraba. Y ya en la entrada, dos chicos con gorras rojas que repartían un periódico gratuito.

En la calle, esperó a que el semáforo le permitiera pasar y se dirigió a la cafetería a la que iba todos los días, veinte minutos antes de entrar en el trabajo, para tomarse un café y leer al menos la portada del periódico que había cogido a la salida del metro. Pero esa mañana no leyó. Pidió su café y en la mesa de siempre, pensó un rato.

“¿Toda la gente que he visto esta mañana es consciente, como yo, de que nos vemos todos los días? ¿Toda esa gente es consciente de que me imagino sus vidas cada día? ¿Esa gente pensará en mi vida? ¿No es increíble? Vamos en el mismo metro, hacemos las mismas cosas, caminamos por la misma calle, algunos incluso coincidimos en esta cafetería… pero no nos conocemos, no hemos hablado nunca, no sabemos nuestros nombres, no sabemos nada los unos de los otros… y sin embargo, todos formamos parte de nuestras respectivas vidas”.

En las relaciones personales, de cualquier tipo, gira todo en torno a la primera persona, sin ser esto un signo de egocentrismo, ya que se produce, en la mayoría de los casos, de una manera tan automática que no somos conscientes (o lo obviamos de manera inconsciente) tanto del comportamiento social propio como del ajeno. En grados diferentes, y dependiendo del tipo de relación que tenemos con una persona o con varias, se manifiesta en nosotros mismos un predominio del “yo” que no choca, sino que interactúa, con los otros “yoes” que nos vamos encontrando. Pero es extraño, ¿qué es lo que determina que mi “yo” tenga una relación, del tipo que sea, con otro “yo”?

Tendemos a pensar, en cuanto a relaciones se refiere, que los diferentes caracteres se atraen, así como que los caracteres similares se alejan. Quiere esto decir que las personas que consideramos nuestros amigos son totalmente diferentes a nosotros. Otra tendencia dice todo lo contrario, las personalidades marcadas se repelen y las personalidades semejantes se unen. En este caso, consideraremos a nuestros amigos iguales a nosotros. Lo complejo de todo esto, radica en la importancia que concedemos a cada una de las características de cada individuo con el que nos relacionamos, así como nuestras diferentes maneras de comportarnos según el ámbito en el que desarrollemos esa relación. Una, la acentuación de determinadas características, es un aspecto interno que depende directamente de nosotros mismos, así como la asociación de ideas que hacemos cuando vemos o conocemos a alguien, las ideas preconcebidas o que conciben el aspecto y el comportamiento de los demás, etcétera. La segunda, las pautas de comportamiento que marcan los ámbitos, es un aspecto externo que no depende directamente de nosotros, sino de la colectividad de un determinado ámbito, así como las ideas que nos hacen desarrollar las opiniones de los demás y que nos predisponen a comportarnos de cierta manera y de otra, etcétera. En definitiva, son muchos los aspectos, internos y externos, los que determinarán nuestra actitud y el grado de relación que podamos llegar a alcanzar, encabezados por los dos que participan juntos (y se alimentan el uno del otro) en el trato con los demás:

- Acentuación de características (el “yo” alienable). Los seres humanos son un compendio de características que, aunque difícilmente, pueden actuar por separado en muchas ocasiones. Es decir, nos cruzamos en nuestra vida con una persona con la que compartimos algunas cosas (gustos, opiniones, conductas…) y otras cosas que no. Si a nuestro subconsciente le interesa (junto con el aspecto externo de la predisposición a socializar que tengamos en ese momento en concreto) resaltará aquellas que le convienen. Esto es, nuestro “yo” se interesará casi única y exclusivamente por las actitudes que más se acercan a lo que considera el “comportamiento lógico”, a las que más se asemejen a su complejo sistema de proceder en las relaciones con los demás. De esa manera, nuestro cerebro recibe la orden de socializar más con esa persona y poco a poco entrará a formar parte de nuestro círculo habitual (este hecho, junto con las reacciones físicas y químicas de nuestro cuerpo, es lo que muchos llaman “amor”, aunque a veces puede llegarse al peligroso estadio de idealización, obviando casi por completo las actitudes que nuestro “yo”, dentro de su “comportamiento lógico”, rechaza). Si, por el contrario, nuestra predisposición a socializar es baja o nula, nuestro “yo” rechazará a la persona en cuestión, ya que sólo verá aquellos comportamientos que le ofenden e incomodan. Esta acentuación de características no es más que un juego de nuestro subconsciente, convencido de que las primeras impresiones son las que cuentan, y al que difícilmente podremos convencer de lo contrario (es mucho más fácil pasar de positivo a negativo, que de negativo a positivo, en este último caso, infinidad de aspectos externos habrán de tomar partido en esa insulsa lucha interna). Lo ideal sería el equilibrio perfecto entre lo que nuestro “yo” acentúa (lo que “queremos” ver) y el compendio de características del individuo (lo que es), y ese equilibrio no se produce nunca, desgraciadamente, al principio de las relaciones, sino que lo hace durante el desarrollo de las mismas.

- Pautas de comportamiento (la transmisión de otros “yoes”). Los humanos somos animales sociales que desarrollamos en colectividad las características propias que nos llegan por las diferentes comunidades en las que nos desenvolvemos. Esto no quiere decir que no tengamos unas características propias, sino que a esas mismas se han ido sumando a lo largo de nuestra vida, las de la sociedad o sociedades de las que hemos ido participando. A veces, incluso, nuestras características se han visto mejoradas o empeoradas por las propias de cada comunidad, llegando algunas a desaparecer, sustituidas por otras (contrarias o no) o en un estadio que la sociedad en cuestión entiende superior (como si de un programa informático que necesita actualización se tratase). Esas pautas colectivas inciden directamente (a pesar de tratarse de aspectos externos) en la manera de comportarse de nuestro “yo”, para asemejarse lo más posible a los demás “yoes”, y así sentirse parte de la generalidad del grupo con el que está relacionándose. Así, tenemos amigos en diferentes ámbitos, y los relacionaremos entre sí dependiendo únicamente de nuestra predisposición a la sociabilidad, ya que el éxito o el fracaso de la relación entre ellos responderá a las normas de comportamiento de nuestro “yo” más general (aquel que consideramos el “lógico”). Como digo, en unas ocasiones será un éxito y en otras un fracaso. Podemos pensar que si todas esas personas tienen una buena relación con nuestro “yo”, la tendrán también entre ellas, pero, en muchas ocasiones, nos equivocaremos, ya que cada uno de esos “yoes” acentuará diferentes características de los demás, porque se encuentran en ámbitos diferentes al habitual, pero sin olvidar las pautas de comportamiento de la comunidad en la que se inició la relación con nuestro “yo” (que es el punto común de todos esos “yoes”). Para lograr obviar esas normas predeterminadas por la comunidad inicial y adoptar las de la nueva sociedad, hemos de tener una alta predisposición a socializar, de lo contrario nuestro “yo”, inconscientemente, dará importancia a las actitudes negativas y rechazará la transmisión de los otros “yoes”.

En definitiva, en conclusión y en resumen, aquello que pensó el personaje de la historia inicial, en la cafetería (“no nos conocemos, no hemos hablado nunca, no sabemos nuestros nombres, no sabemos nada los unos de los otros… y sin embargo, todos formamos parte de nuestras respectivas vidas”), responde obligatoriamente a la necesidad del ser humano a buscar iguales en todos los ámbitos y momentos de nuestras vidas, incluso en los más efímeros. Y es precisamente eso, el tiempo, lo que determinará la mejora de nuestras relaciones sociales y el desarrollo, aunque indirectamente, de nuestra propia personalidad, que por muy parecida que pueda llegar a ser al resto de personalidades que nos rodean, no dejará de ser única e irrepetible.

lunes, 9 de enero de 2012

... y unas pinceladas de presunta prosa poética (VII)

Dicen que para llegar al momento más feliz de nuestras vidas hemos de pasar por muchos momentos malos y que, por esa razón, debemos de agradecer los obstáculos del camino y superarlos...

Dicen que para llegar a ser felices, tenemos que haber sufrido, tenemos que haber sorteado miles de momentos infelices, por los que hemos de sentir un profundo agradecimiento al conseguir superarlos...

Dicen que para saborear la felicidad, debemos luchar por ella, siendo conscientes al fin, que el camino para alcanzarla no es nada fácil... Dicen que para saborear la felicidad, hemos de saber lo que cuesta conseguirla...

La poesía es para disfrutarla... (VII)

NADIE...

Nadie me dijo que fuera fácil…
Nadie me dijo que lo sería…
Nadie me dijo que lo fuera…
Nadie me lo dijo…
Nadie dijo nada…
Nadie lo dijo…
Nadie…

Comportamiento y relaciones humanas (II): enfrentarse a la capacidad de pensar

Es algo propio del ser humano. Consciente o inconscientemente nos ilusionamos fácilmente con nuevos proyectos en todos los ámbitos de nuestra vida. Sin quererlo, miramos hacia delante imaginando las consecuencias positivas de nuestros actos, olvidando, en muchas ocasiones, las negativas. Pero, ¿no es eso precisamente una reacción ante las posibles consecuencias negativas?, ¿no es eso un mecanismo de defensa ante la posibilidad de que las cosas nos salgan mal?, ¿o no es más que una aceptación encubierta de la malo que pueda venir?, ¿cuál debería ser el límite lógico de ilusión para evitar la decepción? Darle tantas vueltas a las cosas, ya sea en positivo (deseando lo bueno), ya sea en negativo (abanderando el catastrofismo), no es sano para nuestra salud mental.

Sin pensarlo detenidamente, la experiencia me dice que estamos, casi siempre, predispuestos, que analizamos en exceso nuestros actos, muchas veces sin haberse llevado a cabo todavía, adelantamos acontecimientos, pensamos demasiado en todo aquello que vamos a hacer, en todo aquello que nos puede ocurrir, en todo aquello que no depende directamente de nosotros y en lo que sí depende directamente de nosotros mismos. Y todo esto nos lleva, finalmente, y sin poder evitarlo, a la decepción, a la desilusión o, incluso, al arrepentimiento. A preguntarnos qué habría pasado si… A cuestionarnos nuestros actos si… A proponernos no volver a caer en el mismo error si… En definitiva, en muchas ocasiones, no nos permitimos disfrutar al cien por cien de lo que hacemos y además nos engañamos haciéndonos creer que todo ha sido producto del azar, cuando sabemos (aunque lo rechazamos) que lo hemos provocado nosotros con nuestra predisposición, tanto positiva como negativa, a la vista de un nuevo proyecto.

Somos conscientes del engaño. Nos han intentado enseñar que pensar en positivo sólo produce consecuencias positivas, del mismo modo que pensar en negativo provoca las negativas. No. El pensamiento positivo no existe, el optimismo no existe. Es simplemente un mecanismo de nuestra mente, de nuestro subconsciente, e, incluso, de la sociedad en la que vivimos, para autoengañarnos en un intento de evitar el arrepentimiento posterior. Pero, ¿no ha sido la misma sociedad la que nos ha enseñado que el pensamiento negativo y el pesimismo nos conducen también a ese arrepentimiento? Entonces, ¿de qué nos sirve analizar nuestro comportamiento e intentar “cambiar el destino” de las cosas con pensamientos e ideas e ilusiones?

Supongo que nada es fácil. La teoría siempre es más sencilla que la práctica. Han sido dos afirmaciones las que me han llevado a reflexionar sobre este asunto.

- “Sólo me arrepiento de lo que no hago”, que dicen algunos. ¿Es cierto? Vamos a ver. Se nos presenta un proyecto que, presumiblemente, provocará una consecuencia positiva (la consecución de un objetivo positivo). Analizamos los pros y los contras y, a pesar de que la balanza se inclina hacia los pros, decidimos no llevarlo a cabo. Es así como nos arrepentiremos de lo que no vamos a hacer. ¿Esto tiene sentido? ¿Por qué ha pesado más en nuestra decisión las posibles (y nimias) consecuencias negativas? ¿Por qué han ganado los contras? Los optimistas lo arreglan todo sentenciando que es porque hay algo mejor esperándonos. En un intento desesperado por evitar el arrepentimiento, si no nos arrepentimos de lo que no hacemos, ¿significa que el destino me tiene preparado algo mejor? Permítanme que me ría (y con una sonora carcajada, si es posible). No puedo evitar arrepentirme de no haber comprado el décimo premiado de la lotería de Navidad, pero no sólo me arrepiento ahora, sino que me arrepentí antes de no comprarlo. A esto es a lo que estamos predispuestos. Achacamos las cosas al destino y al azar indistintamente y según nos convenga en cada momento, sin saber (o sabiéndolo, pero rechazándolo) que destino y azar son casi antónimos (sólo cuando negamos que el azar está relacionado con el libre albedrío propio de cada individuo). El único límite, es el que nos impone la lógica, pero no la lógica individual, sino la lógica colectiva. La que está presente en la sociedad, en la comunidad en la que nos desenvolvemos, plasmada incluso en leyes creadas por personas que participan de la misma comunidad (o, al menos, bastante cercana a la nuestra, cuando la entendemos como un algo muy amplio que abarca mucho más que lo que podemos ver ante nuestras propias narices). El problema radica en pensar en las consecuencias mucho antes de que todo suceda, y así, salga bien o salga mal, nos encaminamos hacia el fin último, positivo o negativo, sin entretenernos en el camino y sin disfrutar de todo lo bueno (y malo) que nos podamos encontrar. Pero no es nuestra culpa, la sociedad nos ha enseñado a no saber, a no poder o a no querer disfrutarlo. Esto me lleva a la otra afirmación.

- “Vive el presente”, “disfruta el momento”… La poesía del romano Horacio (carpe diem quam minimum credula postero, ‘aprovecha el día y no confíes en el mañana’) convertida en una filosofía en la actualidad. Exacto. Decirlo es tan fácil como complejo es llevarlo a la práctica. No somos capaces, como he dicho antes, de disfrutar el momento, no somos capaces de olvidarnos de lo que va a venir después (no sabemos, no podemos y no queremos obviar la confianza que depositamos en el mañana). La concepción lineal del tiempo que impera en nuestra sociedad, no nos permite focalizar eso precisamente, el tiempo. Tampoco la concepción circular y cíclica, que imprimimos en determinados aspectos y que nos lleva al comienzo y a repetir una y otra vez lo vivido. Como digo, es prácticamente imposible “desconectar” el tiempo. Somos humanos y, queramos o no, lo que somos hoy es el reflejo de lo que fuimos ayer, y lo que queremos y pretendemos ser mañana. Si el tiempo es lineal, el “ahora” pasa a ser “antes” en el “después”, convirtiéndose este último en el protagonista de todos nuestros actos y de nuestro comportamiento, ya que este “después” será un “ahora”. Inevitablemente. No tenemos que aprender a no confiar en el futuro, aceptamos su existencia tanto si pensamos conscientemente en él como si no lo hacemos. Esto no es pensamiento positivo, esto no es optimismo, tampoco todo lo contrario, por muy cercano que esté el pesimismo a la realidad (o por muy cercano que así lo crean muchos). Tenemos que aprender a disfrutar y a sufrir el presente, a vivirlo (como reza la dichosa frase) sea positivo o sea negativo, no pensar en el futuro y no planificar acontecimientos que no sabemos si sucederán o no, ya lo haremos cuando ese futuro sea un presente. Sin optimismo ni pesimismo, para no perdernos los detalles.

Lo dijo el filósofo (no poeta) griego Heráclito, πάντα ῥεῖ ("panta rei", 'todo fluye'). Exactamente, todo fluye y todo lo hace alrededor de nosotros. Somos el centro y hemos de aprovechar esa posición que nos facilita una visión más amplia de las cosas que nos rodean y nos puede ayudar a saber disfrutarlas sin cerrar los ojos y sin ocuparnos de las consecuencias. Hemos de aprender a no buscar razones, motivos, objetivos, consecuencias, resultados, ilusiones, expectativas… en nuestros actos, tenemos que luchar contra nuestra capacidad de pensar para así conseguir no tener que dar explicaciones de nuestro comportamiento (ni a los demás, ni a nosotros mismos) y así evitar cualquier tipo de arrepentimiento, porque sabemos, podemos y, sobre todo, porque es lo que queremos.