Se levantó a las siete, como cada mañana. Ya no había nadie en su casa. Uno de sus compañeros de piso le había dejado el café preparado, como siempre. Otro, había dejado su taza en el fregadero, con agua. Después de su rito matutino, salió de casa, dirección al metro. Se puso los cascos y, sentado en el banco del andén, empezó a leer su libro, aunque notaba que esa mañana no le apetecía mucho. Entró en el vagón de cada día, cerró y guardó el libro para mirar a la gente que viajaba con él, a ver si había alguien nuevo, o eran los mismos de siempre. Estaban todos. Las dos adolescentes que iban al instituto, emocionadas hablando de este y de otro chico. Los dos universitarios con sus carpetas, de pie a su lado, comentando algo sobre exámenes y profesores. La señora, limpiadora quizá, que entornaba los ojos de vez en cuando pensando en la primera casa del día. El ejecutivo que leía el periódico gratuito del metro, y el señor cotilla al lado, que no lo había conseguido y quería enterarse de las noticias del día. Los dos hispanoamericanos que amenizaban la mañana en el metro con su reggeaton a todo volumen. Subió un poco más el volumen de su iPod, para escuchar su música y concentrarse en sus pensamientos.
Llegó a su parada. En la estación vio a la gente de todos los días. Los primeros, los comerciales del Círculo de Lectores, que ya se habían cansado de preguntarle cada mañana. En el primer rellano, dos jóvenes con rastas tocando la guitarra. En el segundo, un mendigo amable que saludaba a todo aquel que pasaba y le miraba. Y ya en la entrada, dos chicos con gorras rojas que repartían un periódico gratuito.
En la calle, esperó a que el semáforo le permitiera pasar y se dirigió a la cafetería a la que iba todos los días, veinte minutos antes de entrar en el trabajo, para tomarse un café y leer al menos la portada del periódico que había cogido a la salida del metro. Pero esa mañana no leyó. Pidió su café y en la mesa de siempre, pensó un rato.
“¿Toda la gente que he visto esta mañana es consciente, como yo, de que nos vemos todos los días? ¿Toda esa gente es consciente de que me imagino sus vidas cada día? ¿Esa gente pensará en mi vida? ¿No es increíble? Vamos en el mismo metro, hacemos las mismas cosas, caminamos por la misma calle, algunos incluso coincidimos en esta cafetería… pero no nos conocemos, no hemos hablado nunca, no sabemos nuestros nombres, no sabemos nada los unos de los otros… y sin embargo, todos formamos parte de nuestras respectivas vidas”.
En las relaciones personales, de cualquier tipo, gira todo en torno a la primera persona, sin ser esto un signo de egocentrismo, ya que se produce, en la mayoría de los casos, de una manera tan automática que no somos conscientes (o lo obviamos de manera inconsciente) tanto del comportamiento social propio como del ajeno. En grados diferentes, y dependiendo del tipo de relación que tenemos con una persona o con varias, se manifiesta en nosotros mismos un predominio del “yo” que no choca, sino que interactúa, con los otros “yoes” que nos vamos encontrando. Pero es extraño, ¿qué es lo que determina que mi “yo” tenga una relación, del tipo que sea, con otro “yo”?
Tendemos a pensar, en cuanto a relaciones se refiere, que los diferentes caracteres se atraen, así como que los caracteres similares se alejan. Quiere esto decir que las personas que consideramos nuestros amigos son totalmente diferentes a nosotros. Otra tendencia dice todo lo contrario, las personalidades marcadas se repelen y las personalidades semejantes se unen. En este caso, consideraremos a nuestros amigos iguales a nosotros. Lo complejo de todo esto, radica en la importancia que concedemos a cada una de las características de cada individuo con el que nos relacionamos, así como nuestras diferentes maneras de comportarnos según el ámbito en el que desarrollemos esa relación. Una, la acentuación de determinadas características, es un aspecto interno que depende directamente de nosotros mismos, así como la asociación de ideas que hacemos cuando vemos o conocemos a alguien, las ideas preconcebidas o que conciben el aspecto y el comportamiento de los demás, etcétera. La segunda, las pautas de comportamiento que marcan los ámbitos, es un aspecto externo que no depende directamente de nosotros, sino de la colectividad de un determinado ámbito, así como las ideas que nos hacen desarrollar las opiniones de los demás y que nos predisponen a comportarnos de cierta manera y de otra, etcétera. En definitiva, son muchos los aspectos, internos y externos, los que determinarán nuestra actitud y el grado de relación que podamos llegar a alcanzar, encabezados por los dos que participan juntos (y se alimentan el uno del otro) en el trato con los demás:
- Acentuación de características (el “yo” alienable). Los seres humanos son un compendio de características que, aunque difícilmente, pueden actuar por separado en muchas ocasiones. Es decir, nos cruzamos en nuestra vida con una persona con la que compartimos algunas cosas (gustos, opiniones, conductas…) y otras cosas que no. Si a nuestro subconsciente le interesa (junto con el aspecto externo de la predisposición a socializar que tengamos en ese momento en concreto) resaltará aquellas que le convienen. Esto es, nuestro “yo” se interesará casi única y exclusivamente por las actitudes que más se acercan a lo que considera el “comportamiento lógico”, a las que más se asemejen a su complejo sistema de proceder en las relaciones con los demás. De esa manera, nuestro cerebro recibe la orden de socializar más con esa persona y poco a poco entrará a formar parte de nuestro círculo habitual (este hecho, junto con las reacciones físicas y químicas de nuestro cuerpo, es lo que muchos llaman “amor”, aunque a veces puede llegarse al peligroso estadio de idealización, obviando casi por completo las actitudes que nuestro “yo”, dentro de su “comportamiento lógico”, rechaza). Si, por el contrario, nuestra predisposición a socializar es baja o nula, nuestro “yo” rechazará a la persona en cuestión, ya que sólo verá aquellos comportamientos que le ofenden e incomodan. Esta acentuación de características no es más que un juego de nuestro subconsciente, convencido de que las primeras impresiones son las que cuentan, y al que difícilmente podremos convencer de lo contrario (es mucho más fácil pasar de positivo a negativo, que de negativo a positivo, en este último caso, infinidad de aspectos externos habrán de tomar partido en esa insulsa lucha interna). Lo ideal sería el equilibrio perfecto entre lo que nuestro “yo” acentúa (lo que “queremos” ver) y el compendio de características del individuo (lo que es), y ese equilibrio no se produce nunca, desgraciadamente, al principio de las relaciones, sino que lo hace durante el desarrollo de las mismas.
- Pautas de comportamiento (la transmisión de otros “yoes”). Los humanos somos animales sociales que desarrollamos en colectividad las características propias que nos llegan por las diferentes comunidades en las que nos desenvolvemos. Esto no quiere decir que no tengamos unas características propias, sino que a esas mismas se han ido sumando a lo largo de nuestra vida, las de la sociedad o sociedades de las que hemos ido participando. A veces, incluso, nuestras características se han visto mejoradas o empeoradas por las propias de cada comunidad, llegando algunas a desaparecer, sustituidas por otras (contrarias o no) o en un estadio que la sociedad en cuestión entiende superior (como si de un programa informático que necesita actualización se tratase). Esas pautas colectivas inciden directamente (a pesar de tratarse de aspectos externos) en la manera de comportarse de nuestro “yo”, para asemejarse lo más posible a los demás “yoes”, y así sentirse parte de la generalidad del grupo con el que está relacionándose. Así, tenemos amigos en diferentes ámbitos, y los relacionaremos entre sí dependiendo únicamente de nuestra predisposición a la sociabilidad, ya que el éxito o el fracaso de la relación entre ellos responderá a las normas de comportamiento de nuestro “yo” más general (aquel que consideramos el “lógico”). Como digo, en unas ocasiones será un éxito y en otras un fracaso. Podemos pensar que si todas esas personas tienen una buena relación con nuestro “yo”, la tendrán también entre ellas, pero, en muchas ocasiones, nos equivocaremos, ya que cada uno de esos “yoes” acentuará diferentes características de los demás, porque se encuentran en ámbitos diferentes al habitual, pero sin olvidar las pautas de comportamiento de la comunidad en la que se inició la relación con nuestro “yo” (que es el punto común de todos esos “yoes”). Para lograr obviar esas normas predeterminadas por la comunidad inicial y adoptar las de la nueva sociedad, hemos de tener una alta predisposición a socializar, de lo contrario nuestro “yo”, inconscientemente, dará importancia a las actitudes negativas y rechazará la transmisión de los otros “yoes”.
En definitiva, en conclusión y en resumen, aquello que pensó el personaje de la historia inicial, en la cafetería (“no nos conocemos, no hemos hablado nunca, no sabemos nuestros nombres, no sabemos nada los unos de los otros… y sin embargo, todos formamos parte de nuestras respectivas vidas”), responde obligatoriamente a la necesidad del ser humano a buscar iguales en todos los ámbitos y momentos de nuestras vidas, incluso en los más efímeros. Y es precisamente eso, el tiempo, lo que determinará la mejora de nuestras relaciones sociales y el desarrollo, aunque indirectamente, de nuestra propia personalidad, que por muy parecida que pueda llegar a ser al resto de personalidades que nos rodean, no dejará de ser única e irrepetible.