Dice un proverbio hindú que cuando hables, procures que tus palabras sean mejor que el silencio. Tiene razón. Antes de decir tonterías, es mejor permanecer callado. En eso estoy de acuerdo (sobre todo en ciertos ámbitos). Pero no, tampoco voy a entrar a discutir, no voy a debatir ahora quien debería callarse, quien debería mantener la boca cerrada, y quien no… En realidad sólo quiero hablar de mis propias experiencias.
Me han mandado callar muchas veces y por muchas razones. De hecho, hace poco, después de una discusión acalorada, y de sacar el tema millones de veces (casi hasta la saciedad), se para uno a pensar en las razones. Cuando pienso en las veces que me han dicho la frase del título de esta nota, no puedo evitar acordarme de gente a mi alrededor que me la dice porque está viendo algo en la televisión, porque está intentando acordarse de algo, porque está concentrado pensando, porque está hablando por teléfono, porque estoy interrumpiendo…
Es algo propio del carácter español, creo. No callarnos cuando debemos callarnos. Me refiero a esas circunstancias en concreto. Pero otras veces me han obligado a callarme. Sí. Recuerdo las primeras veces que yo trabajé como profesor de español para extranjeros. Daba clases a adolescentes de otros países y, antes de empezar, se me insinuó que había ciertos temas prohibidos en clase. A saber: religión, sexo y política.
Tiempo después, en el mismo trabajo, me encuentro en el libro de clase un texto que hablaba sobre los temas tabú. Me enfrentaba a un público de diferentes nacionalidades, de diferentes países, de diferentes culturas, así que la experiencia fue muy enriquecedora. Aprendí de qué temas se podía hablar en otros países, en qué ámbitos estaba permitido hablar de esto o de lo otro. En todos los países, absolutamente en todos, esos temas tabú que proponía aquel texto se relajaban en los ambientes más cercanos. Quiero decir, con tu jefe no puedes hablar de política, en cambio con tu familia sí. Con tu familia no puedes hablar de sexo, pero con tus amigos sí. Con las personas que acabas de conocer no puedes hablar de religión, pero con tus amigos sí… o no… depende…
Yo pensaba que vivía en un país libre, con un derecho a la libertad de opinión y de expresión recogido en nuestra Constitución. Incluso está recogido en la Declaración de los Derechos Humanos:
Artículo 18: Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.
Artículo 19: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
He oído millones de veces la manida frase: se puede opinar y expresar todo lo que quieras, pero sin faltar al respeto… (y no volveré a criticar la maravillosa frase “respeto tu opinión”). Pero, ¿quién marca esa falta de respeto? (el límite está marcado por la ley en muchos casos, muchas barbaridades están tipificadas como delito, incluso el simple hecho de verbalizarlas, no se pueden decir ciertas cosas, recuerdo ahora el caso de Dragó o el caso de Sostres, así, más recientes). Quiero decir, conocer esos límites es difícil, incluso en nuestros círculos más cercanos. Siempre podemos llevarnos alguna sorpresa, cuando, pienso, no debería ser así.
Hace poco tiempo mantuve una conversación sobre política (en la que, cómo no, apareció levemente también el tema religión). Las tres personas que hablábamos estábamos encantados con el tema. Pero amigos nuestros, a nuestro alrededor nos mandaban callar y cambiar de tema. Por varias razones, eso sí, una, porque era un tema que no les apetecía tratar, y dos, porque estábamos dando una extraña imagen delante de gente que no conocíamos y “que se podían sentir ofendidos”. ¿Por qué? ¿Que yo hable de política o de religión, es decir, que yo tenga ciertas ideas, puede ofender a alguien? Repito, ¿es que no tengo yo derecho a pensar libremente lo que me dé la gana sobre ciertos temas?
Todavía no lo entendido. Después de aquella conversación (o discusión, como a nosotros tres nos gustaba llamarla) hemos sacado el tema nuevamente otras tantas veces. Y, después de los intentos de explicación, sigo sin entenderlo. Sobre todo porque ese intento de hacerme “entrar en razón” no tenía sentido, y no porque me crea en posesión de la razón, sino porque me parece obvio que soy libre de pensar y expresar lo que quiera. ¿Me ofende a mí que personas a mi alrededor hablen de otros temas que no me interesan? No me gusta el fútbol, si dos amigos míos hablan sobre fútbol ¿me están atacando? Estoy en paro, si estoy en una cafetería y en la mesa de al lado hablan sobre su trabajo ¿he de salir del bar ofendido? ¿Tengo que callarme yo porque puedo ofender hablando de política, pero tengo que escucharte a ti hablando de un tema que no sabes si me ofende a mí? Propongo hacer una lista de los temas que pueden ofender, a modo de referéndum, que todos podamos votar los temas con los que nos sentimos ofendidos y prohibirlos en cualquier conversación de cualquier ámbito.
Sí, hablar de política es discutir seguro. Por eso me gusta hablar de política con gente que no piensa lo mismo que yo. Yo intento convencerte con mis argumentos, tú intentas convencerme con los tuyos, pero ni yo te convenceré, ni tú me convencerás. Pero sé con quien puedo hablar de política y con quien no. Y aún así, incluso con las personas con las que no hablo de este tema, jamás me enfadaría. Un derecho que reclamo para mí, no se lo puedo negar a los demás. Pero el tema en concreto, no puedo entender (y creo que jamás lo comprenderé) por qué es tabú. Por qué este sí y el fútbol no. Por qué este sí y el criticar a amigos (o no tan amigos) no. Por qué este sí y el hablar de las condiciones de mi último trabajo no (cuando con ese tema yo sí que me siento ofendido).
Conclusión: quiero vivir en una sociedad que reconozca mis derechos (y los de todos) y que todos los respeten, pensé que lo hacía, pero me he sentido decepcionado al descubrir que es toda una utopía.