miércoles, 10 de noviembre de 2010

El maravilloso mundo del "español para extranjeros"

Es jueves. Llego a la escuela a las nueve y media de la mañana. La directora me presenta a la jefa de estudios, ella me va a explicar el funcionamiento de algunas cosas dentro de la escuela antes de entrar de oyente a alguna clase.

Vamos a la sala de profesores, antes de entrar hay un pequeño pasillo con un tablón de anuncios en la pared, frente a una estantería cerrada con puertas de cristal que dejan ver libros, cuadernos, películas y otro material. La jefa de estudios llamó mi atención sobre el tablón de anuncios, en el que colgaba el horario de la siguiente semana, divido en dos. Por una parte una hoja en la que aparecía el nombre de todos los profesores y las clases en las que estaba cada uno en todas las horas del día. Una vez localizado tu nombre, se buscaba en la parte de arriba la clase en la que se supone ibas a estar, comprobabas el número de alumnos, el nivel con el que terminaban la semana y con el que se supone que empezaban la siguiente semana (siempre había alguna excepción, que comprendería con el tiempo: una flecha al lado de la lección del libro significaba que no estaba acabada, totalmente en blanco es que todavía no estaban nivelados, un número diferente al resto era una asignatura especial…).

Entramos en la sala, pequeña, sin ventana. Ocupada por una gran mesa rodeada de sillas. Las paredes estaban cubiertas por estanterías con libros, radiocassettes, juegos de mesa, cajas grandes que escondían más material… Bajo las estanterías, destacaban los cajones, con el nombre de los profesores y alguno de ellos decorado con fotos u otras cosas. Me senté, y la jefa de estudios se fue a la pizarra. Me explicó el horario. Tres horarios, el de mañana, de nueve a diez y media la primera clase, una pausa de treinta minutos y la segunda clase de once a doce y media. El del mediodía: una sola clase (llamada “superintensivo”) de una y cuarenta a tres y veinte. Y el de la tarde: de tres y media a cinco la primera clase, una pausa de treinta minutos y la segunda de cinco y media a siete. A mí, en mi primera semana de trabajo, me tocaba trabajar en el horario de mañana y en el de tarde.

Después de un rato, y de alguna explicación más, me dejó un rato libre. Cogí un café en la máquina (no muy bueno) y me fui a fumar un cigarro a la puerta. Al cabo de un rato vino la directora a decirme que entraba de oyente a una clase, después vería un superintensivo y después otra clase. Eso hice en todo el día, comí rápido en la sala de profesores (de doce y media a una y cuarenta) y vi a algunas compañeras dar clase.

El viernes fui a las nueve y media también. Me reuní con la jefa de estudios. Esta vez me explicó el material. Para cada nivel (excepto para el tres, que tenía un libro diferente) había dos libros: el libro de Espasa y el libro de recursos. El libro de Espasa estaba divido en dos partes, para los dos profesores que compartían el mismo grupo, y estaba lleno de anotaciones, remisiones a ejercicios del libro de recursos y remisiones a otros ejercicios extras (como juegos o fotocopias del fichero gris). En la media hora entre clase y clase lo normal era contar a tu colega de grupo lo que habías hecho en tu clase, y escuchar lo que otro compañero te contaba del otro grupo que compartías, y preparar la clase.

El fichero tenía cuatro cajones. El de arriba, exámenes. El de abajo, información de las visitas y actividades. El segundo, material extra para las clases de la mañana y la tarde, dividido en lecciones. En principio siempre iba a tener copias suficientes para todos. El tercer cajón, material extra para las clases del mediodía. No se podía usar nada más que eso. Si tenías alguna idea en la que necesitases algún material diferente, había que comunicarlo antes a jefatura de estudios. No hacer fotocopias de material de fuera (sin el membrete de la academia). Evitar pisar ejercicios a tu compañero. No repetir ejercicios que ya había hecho tu compañero. Esto es un trabajo especializado.

Vino la encargada de actividades. Me tocaba escuchar esa explicación. Había diferentes actividades, la copa de bienvenida los lunes (si aparecía tu nombre cobrabas, si no, y querías ir, no cobrabas), clases de cultura (de cuarenta y cinco minutos) lunes, martes, miércoles y viernes, visitas a diferentes museos de Madrid los miércoles, actividad de noche los jueves (fiesta, karaoke, espectáculo de flamenco, paella, tapas…) y excursiones los sábados. Lo normal es que hicieses una excursión cada dos meses. En el resto de actividades, dependía de las necesidades de cada momento. Pero, por lo general, antes de empezar cada mes aparecía en el tablón de anuncios las actividades de todo el mes con los profesores responsables (y suplentes).

De nuevo, un rato libre, café malo de la máquina y cigarro en la puerta. De nuevo, la directora me avisó de que iba a ver más clases. Otras tres. El lunes empezaba, a las nueve de la mañana, sin grupo, sino haciendo exámenes de nivel.

El lunes, llegué a la escuela a las ocho y media (me acostumbraría a esa hora, para preparar alguna cosilla de última hora, para un café y un cigarro antes de entrar). Me explicaron cómo se hacían los exámenes. Mientras los alumnos nuevos hacían la parte escrita, yo iba sacando uno a uno (de los de la lista que me habían dado previamente) para hacerles el oral y nivelarlos. Algunos hablaban bien, otros no entendían nada, otros un poquito.

A las diez y media ya había acabado, incluso la corrección de la parte escrita. Fui a la sala. Abrumadora. Pequeña. Sin ventana. Ocupada al setenta por ciento por una mesa, rodeada de sillas, cubierta de fotocopias que no se necesitaban, de libros de Espasa con nuestros nombres, por radiocassettes que no llegaban nunca a su sitio, unos con la tapa abierta mientras se buscaba el cedé en el cajón, otros con un estuche o cuaderno encima (señal de que estaba ocupado), otros en las manos de alguien que preguntaba “¿Es de alguien?”. Al mismo tiempo, alguien estaba sentado en un taburete con el fichero abierto, buscando alguna fotocopia, al rato levantaba la cabeza para preguntar en qué lección estaba tal ejercicio (siempre habría alguien que lo recordara y se supiera el orden del fichero al dedillo) y después de encontrarlo, echarle un vistazo y sentirse desilusionado, acabar por preguntar que cómo practicaban tal cuestión gramatical. Al lado, dos profesores se contaban lo que habían hecho en clase, qué habían practicado, hasta dónde habían llegado… Aquella sala era un caos en todos los sentidos.

Después, mi primera clase. Después la pausa para comer. Después otra clase. Y la última. A las siete, copa de bienvenida, en el bar de al lado. Hablando con los alumnos, atendiendo a las necesidades de unos y de otros. Intentando mediar para que encontraran amigos. Preguntando a muchos por su primer día. Lo notaba, me atacaba la afonía.

El martes llegué al trabajo más cansado que nunca. La copa duró más de lo que luego descubriría que era lo normal. Entré en mi clase de las nueve. En el primer “descanso” subió el responsable del departamento de Recursos Humanos, me decía que a las doce y media bajara a su despacho, para firmar el contrato.

A las doce y media me enfrenté al contrato. Las horas estaban divididas en lecciones. Cada lección eran cuarenta y cinco minutos de trabajo. Cada clase constaba de dos lecciones. La lección se cobraba a tanto (significaba que los descansos no se cobraban). Mi primer contrato era de cuatro lecciones al día, yo que estaba haciendo más, las apuntaría, y esas lecciones extras las cobraría al mes siguiente o con una ampliación del contrato o con días libres para perderlas. Estaba firmando un contrato de exclusividad y además aceptaba que yo estaba disponible a jornada completa para ellos.

Terminó el martes. El miércoles llegué como siempre, después de mi primera clase, me entero de que el horario de los miércoles cambia por la actividad. La segunda clase empieza quince minutos antes, pero termina media hora antes. A las doce, entonces, me obligan a ir de oyente a una visita al Museo del Prado. Voy. Llego a la escuela para comer rápido, a las tres y media tengo otra clase. Termina el miércoles.

El jueves, llego, doy mis dos clases de la mañana. Aparece el horario de la siguiente semana. Ha cambiado todo mi horario. La siguiente semana trabajo al mediodía y la tarde. Y los grupos son otros. Ahora que ya me había acostumbrado. Me entero también de que el jueves hay que darles a los alumnos unos panfletos para que rellenen con su opinión, entre ellas su opinión sobre cuatro puntos de los profesores: comunicación con el alumno, preparación de las clases, capacidad didáctica y puntualidad. Bajas y altas puntuaciones, no entiendo mucho, pero la directora nos advierte de que no las miremos, porque si vemos la puntuación de un compañero, a lo mejor no es bueno. Termina el jueves. A las nueve hay fiesta de la escuela en un bar de la Latina. Voy.

Hablar con alumnos, escuchar quejas de unos y de otros, despedidas, mediar de nuevo para que tal alumno no se sienta excluido, hablar con otros alumnos, esta habla muy bien, este no entiende nada… La fiesta se alarga, el viernes será duro.

En las clases de la mañana del viernes no hay muchos alumnos, y los que han ido tienen resaca y pocas ganas de trabajar. Me cuesta levantar la clase. A mediodía me entero de la existencia de películas, y que podemos ponerlas, pero sin abusar ni poner todos los viernes. Yo no puedo, mis alumnos de la tarde han terminado el nivel, tienen examen, en la primera clase.

Hago el examen, en mi otro grupo lo hace la otra profesora. En la pausa tenemos que corregirlos. Tienen que estar corregidos los dieciocho para la siguiente clase. No hay descanso, no hay tiempo de preparar la siguiente clase. Corrección y algún juego. No sale muy bien. Se aburren. Me entero de que tengo que ir a la excursión el sábado, soy suplente, y se han apuntado muchos alumnos. A Segovia. Termina el viernes.

El sábado, a las nueve de la mañana hay que estar en el Hotel Wellington. Allí estoy. Esperando a algunos que llegan tarde. Otros llegan con resaca, oliendo a alcohol. Veo caras animadas entre la mayoría desanimadas y con ganas de dormir en el autobús. Llegamos a Segovia, quince minutos para el baño. Unos entran, otros salen, no terminamos nunca. Explicación de la ciudad. Paseo bajo el sol. Noto que no me escuchan muchos, se entretienen más en las fotos y en las tiendas de regalos. En cada parada contar los alumnos, no puedo perder ninguno. Discusión con los guías del Alcázar. Espero. Espero más. Espero más. La visita es eterna. Tiempo libre para comer.

De vuelta a Madrid por la tarde, el silencio invade el autobús. Estamos todos cansados. Llego a mi casa a las seis y media de la tarde, y sólo tengo el domingo para descansar. Me he pasado toda la semana hablando, no tengo ganas de mediar palabra.

El día de cobrar me entra una depresión. He trabajado casi todos los días desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. He hecho visitas por Madrid, he hecho excursiones por otras ciudades que no conocía. He ido a la fiesta y a la copa. He dado alguna clase de cultura. No he faltado ningún día. No he disfrutado de mis descansos (esos que no cobro) porque tenía que preparar clases, hablar con mis compañeros, corregir exámenes… No he disfrutado de un horario normal, cada semana cambiaba, me cambiaban los grupos. Mi primer sueldo es de 451,78€.

Meses después se me avisa de la finalización de mi contrato, no me hacen otro porque por ley me tendrían que hacer fijo, y ahora no es una buena época para ello. Tengo tantas lecciones acumuladas, y días libres generados por trabajar en días festivos, y días de mis vacaciones que no pude coger porque había muchos alumnos y pocos profesores, y tengo que cobrar las actividades extras de dos meses (ya que las cobrábamos a mes vencido), he perdido el plus de asistencia por tener que ir al médico (no sirvió de mucho el justificante), según mis ampliaciones me corresponde esto de finiquito…

Tiempo después voy al paro. Estuve trabajando en estas condiciones desde el verano de 2004 (intermitentemente, siempre con contratos de media jornada, aún trabajándola completa, y en esta empresa de Madrid, en concreto, dos semanas en octubre de 2007, desde enero a octubre en 2008 y de enero a agosto en 2009), estamos en septiembre de 2009, me corresponde un paro de cuatro meses y la cuantía mínima. Horas después, recibo la llamada de una compañera de trabajo, han hecho fijos a algunos de mis compañeros.