jueves, 5 de mayo de 2011

Lunes de Aguas, Padre Putas y hornazo [bonita tradición salmantina]

Corría el siglo XVI en España. Las ciudades españolas preparaban los festejos propios de la Pascua, ajenos a toda decisión procedente de la Corte, y animadas, a la par, por las iglesias, parroquias y catedrales de cada provincia. Las ciudades lucían brillantes ante tales festejos, sobre todo una, la ciudad de Salamanca, cuyo color dorado se intensificaba con el buen sol que iluminaba las piedras de sus edificios emblemáticos, obviando la suciedad que imperaba en las calles debida al ir y venir de los miles de estudiantes que su universidad acogía y llevaba acogiendo desde hacía tanto tiempo.

Felipe II, el rey llamado “el prudente” por muchos, estaba preocupado. No por la suciedad que asolaba las calles de la ciudad universitaria, no, su preocupación radicaba en los últimos informes que de las iglesias, parroquias y catedrales le habían llegado. Los estudiantes no tenían respeto. No tenían respeto por nada, su nimio interés por las fiestas de Pascua lo suplían con su interés por todo tipo de fiestas paganas que se organizaban en torno a la Universidad, en las calles de la ciudad, a la vista de todos los cristianos que querían guardar respeto a la solemne fiesta que se acercaba. Eso es lo que preocupaba a las iglesias, parroquias y catedrales de la ciudad, y todas ellas se habían puesto de acuerdo para hacer llegar su preocupación y sus quejas al rey de España, Felipe II.

Felipe II, aconsejado por su Corte, y ante el miedo de rebeliones en el corazón de su aliada y amada Iglesia, decidió poner fin a tales excesos. Había de darle un escarmiento a los estudiantes de la ciudad helmántica. Aprovechando las fechas y las fiestas religiosas, dictó unas ordenanzas que iban de la mano del respeto, la solemnidad y la religiosidad a que se debían dichas fiestas. Sus órdenes eran claras: “las mujeres públicas, que habitan en la Casa de Mancebía de Salamanca, han de ser trasladadas, durante la Cuaresma, fuera de la ciudad”.

Llegó el Miércoles de Ceniza. Las mujeres, escondidas en su hogar habitual, están asustadas. Tienen miedo ante las reacciones de los estudiantes, que se quejaron de la situación por las que les hacía atravesar el rey de España. Y tienen miedo ante las reacciones de las iglesias, parroquias y catedrales, que apoyan la medida de Felipe II. Y tienen miedo ante las reacciones de los cristianos y cristianas de Salamanca. El rey sintió un escalofrío, miedo, miedo por las consecuencias que pudieran derivarse de esta, su decisión. ¿Cómo podría evitar un posible enfrentamiento entre los ciudadanos y pobladores, hombres de fe y cristianos acérrimos de Salamanca? ¿Cómo podría evitar el incumplimiento de la ley?

Felipe II nombró a un cura, que más tarde sería apodado por toda la ciudad el “Padre Putas”, para que acompañara a las mujeres a la otra margen del río. Él sería el encargado, además, de cuidarlas y de asistirlas espiritualmente, como también de cuidar que ningún joven estudiante acudiera en busca de los servicios de tales mujeres. Y así fue. El Padre Putas fue en busca de las mujeres de la Casa de la Mancebía y las llevó al Tormes, las montó en barcas y se las llevó al otro lado del río.

Pasada la Cuaresma, muchos eran los estudiantes que esperaban ansiosos la vuelta de las mujeres públicas a Salamanca. Una semana después del Lunes de Pascua, las ordenanzas de Felipe II permitían la vuelta de estas mujeres de vida alegre (que tanto alegraban a los jóvenes de la ciudad), levantándose así la prohibición legal y superando al fin, la prohibición moral de las fiestas de Pascua, se acabó la abstinencia de carne animal y se acabó la abstinencia de los placeres carnales que dichas mujeres proporcionaban durante todo el año.

El Padre Putas, acompañado por miles de estudiantes, se disponía a cruzar el río Tormes en busca de las mujeres. El ansia de los jóvenes pudo con ellos y muchos eran los que montaban en barcas para acercarse a ellas. Ellos estaban contentos, ellas estaban alegres. Los menos, esperaban la vuelta, veían con alegría el regreso de sus amigos que acompañaban a las prostitutas de vuelta a su hogar. Alrededor del río se habían reunido muchos ciudadanos, con botellas de vino en las manos unos, con comida (ricos y sabrosos hornazos) en las manos otros, dispuestos a celebrar con bailes, con alegría y sin medida el fin de la abstinencia de todos los excesos. El carácter festivo de dicho acontecimiento inundó las calles de la ciudad, Salamanca volvía ser una ciudad de fiesta, volvía a ser una ciudad de estudiantes, volvía a ser una ciudad universitaria, Salamanca recuperaba así su carácter festivo, divertido y amigable por el que era conocido en todo el reino y en los reinos vecinos. Salamanca era fiesta.