[He encontrado hoy esto por mi ordenador. Lo escribí hace dos años exactamente, y con motivo del Día Internacional de la Mujer, para presentarlo a un concurso de relatos, creo... Lo he leído y he recordado con alguna sonrisa de medio lado todas las cosas que me inspiraron cada uno de los detalles de esta pequeña y ficticia historia, y eso es lo que me ha hecho disfrutarla, en realidad. Al mismo tiempo me he sentido muy agradecido pensando en todas las mujeres que me han rodeado, me rodean y me rodearán a lo largo de toda mi vida. Aprovechando que ayer fue el día que fue... ¡¡¡FELICIDADES A TODAS LAS MUJERES POR SER MUJERES!!!]
Cuando llegó a casa, olía a comida, aunque no recién hecha. Su marido lo
había dejado todo preparado para que ella no tuviera que trabajar más, que sólo
bastase con un golpe de microondas. Había tenido un día duro en el trabajo, así
que agradeció encontrarse sola en su casa aquel fin de semana para desconectar
de todo aquello que la estresaba durante la semana. Su marido y sus hijos estaban
en casa de sus suegros, aprovechando ese viernes de fiesta que ella no había
podido disfrutar, se habían ido aquella mañana casi entendiendo que ella
necesitara un tiempo a solas. Comió. Se dio un baño. Se fue al salón. Encendió
la tele para tener un sonido de fondo que le hiciese compañía. Se acercó a la
ventana y decidió leer un rato.
Se sentó en el sillón orejero que había heredado de su padre, todavía
olía a él. La luz del sol en la calle iluminaba su cara levemente, y la lámpara
de pie, al otro lado, iluminaba el libro que en ese momento estaba leyendo. De
repente, un anuncio sobre compresas en la televisión hizo que se despistara
unos segundos. Terminó de ver el anuncio y no pudo evitar sentirse un poco
molesta, al mismo tiempo que le vinieron a la cabeza diferentes conversaciones
con sus amigas, aquellas en las que había oído de alguna de ellas, incluso
creía recordar haberlo dicho alguna vez, que prefería haber nacido hombre. Se
concedió unos minutos para reflexionar sobre el asunto. ¿Cómo habría sido ella
como hombre?
Obviamente, no se llamaría Laura. ¿Qué nombre le habrían puesto sus
padres? ¿Le habrían puesto el de su hermano Antonio? ¿La querrían sus padres de
la misma manera? Era la mayor de tres hermanos, se llevaba dos años y medio con
su hermana Sara y cinco con su hermano. Había cuidado de ellos en más de una
ocasión, se sentía muchas veces responsable de los actos de ambos, incluso
había sido un poco madre para ellos. Reconocía haberse equivocado con algunas
discusiones, y en otras, se veía a sí misma en posesión de la razón. Sus
hermanos la querían, y ella también los quería mucho, y siempre habían aceptado
ese papel de hermana mayor responsable que se había adjudicado en el preciso
instante en el que nació su hermana. Con dos años y medio, su madre ya había
notado en ella un cambio, la veía mucho más madura al asomarse a la pequeña
cuna de su hermana en las noches en las que Sarita tenía problemas para dormir.
Con seis años ya cuidaba de Antonio con la misma paciencia y dedicación que
imprimía cuando cuidaba de sus muñecos. ¿Habría sido un buen hermano si hubiera
nacido hombre? No habría podido compartir con su hermana la habitación tanto
tiempo, ni la ropa, ni las revistas de chicas, ni los secretos, ni sus
inquietudes en la adolescencia…
Había tenido una infancia feliz, una adolescencia normal. Levemente fue
haciendo un recorrido de su vida. Había sido una buena estudiante, había sido
buena en el colegio, en el instituto y en la universidad. Si hubiera nacido
hombre ¿habría estudiado lo mismo? Siempre le gustó mucho la informática, y en
su casa nadie le dijo qué es lo que tenía que estudiar. Estaba contenta con su
elección, pero se imaginó haciendo otras cosas siendo niño. Se imaginó jugando
al fútbol en lugar de al baloncesto. A su padre le gustaba mucho el fútbol, y a
ella también, pensó que quizá, siendo varón, su padre la habría animado a
dedicarse a ello profesionalmente. Quizá habría tenido más suerte que su
hermano, que se lesionó y no pudo volver a jugar desde que lo hiciera en el
equipo de su barrio. Podría ser ahora un futbolista reconocido dedicado a su
equipo desde el otro lado, ya no tenía edad para jugar. ¿No sería informática?
Siempre le había gustado su trabajo, cuando decidió estudiar esa carrera su
familia se había sentido feliz de que escogiera algo que la apasionaba desde
muy pequeñita.
¿Tendría el mismo trabajo? El año pasado por fin consiguió una de sus
metas, después de muchos años logró ser la jefa de un grupo de programadores
subcontratados por la empresa en la que ella trabajaba desde que se fue a aquella
enorme ciudad. Todos aquellos informáticos estaban en el mismo puesto que ella
cuando empezó. Recordó sus inicios de la misma manera que lo hacía cuando
empezaba un proyecto nuevo con su grupo, ilusionados todos por sacarlo adelante.
Los sentía a todos como su familia, no en vano, casi pasaba más tiempo con
ellos que con sus propios hijos. El haber gastado tantas horas de su vida en el
trabajo la había llevado a forjar allí numerosas amistades. Había hecho muchos
amigos, ¿habría conocido también a Francisco? ¿Serían amigos? No lo dudó.
Francisco fue el primero que habló con ella cuando entró en aquella sala tan
grande llena de mesas con ordenadores de pantalla plana. Francisco había hecho
que sus primeros días allí no fueran tan traumáticos y por eso mismo, desde el
inicio, veía en él un apoyo importante. Francisco se enamoró de ella. Empezó a
dudar.
No se habría casado con Francisco, y no sería el hombre más importante de
su vida ahora. Quizá no habría superado la presión a la que la sometieron al principio.
No habría conocido a los que ahora eran sus mejores amigos. No viviría en esa
casa en un barrio tranquilo del norte, apartada de la contaminación y del ruido
del centro de la ciudad. No tendría esa casa. Quizá ni siquiera estaría en
aquella ciudad que tantos disgustos y alegrías le había dado. Se sintió
ligeramente agobiada y decidió cambiar la línea argumental de sus pensamientos.
Miró a la calle. Un matrimonio de ancianos paseaba por la acera de
enfrente. Parecían felices. Lo intentó, pero no consiguió evitar imaginarse a
sí misma, agarrada del brazo de su marido, paseando por aquella calle cuando
tuvieran ochenta años. ¿Sería entonces un buen abuelo? ¿Sería ahora un buen
padre? Se sintió un poco triste, de haber nacido hombre no habría podido llevar
a sus hijos durante nueve meses y medio, a Julia, perezosa incluso para nacer,
y siete meses, a Pablo, mucho más impaciente. Estaba muy orgullosa de ellos, y
se sentía orgullosa de sí misma y de su marido por haber sabido educarlos
correctamente y de la misma manera que lo habían hecho con ella y con sus
hermanos sus propios padres. ¿Existirían de haber sido ella hombre? ¿Habría
elegido también tener dos hijos? ¿Su mujer habría querido tenerlos? Estaba
contenta por haber decidido todo aquello y porque su marido lo aceptara.
No quiso pensar más en ello. No quiso imaginarse cambiando todo aquello
simplemente por no usar compresas cada mes. De repente, fue consciente, sonrió
echando unos minutos la vista atrás y, recordando lo que le había llevado a
pensar en todo aquello, sacudió la cabeza intentando negar todo aquel momento
de soledad con sus pensamientos. Un anuncio de la televisión fue el que la
transportó a su cabeza, pero no para pensar en el fin último de dicho anuncio,
sino para divagar y reflexionar sobre su propia identidad. Dejó de estar
molesta.
Se recostó un poco sobre la oreja izquierda de su sillón y cerró
fuertemente los ojos, haciendo un esfuerzo por acordarse de lo que iba a hacer
antes de sumergirse en sus pensamientos y distraerse con pequeños recuerdos de
su vida. Quería leer sentada en el sillón orejero que había llegado a su casa
hace poco más de un mes. Miró hacia el libro que descansaba en la pequeña mesa
junto a la ventana, Mujercitas,
rezaba el título. Sonrió por la ironía del momento. Suspiró. Y volvió a sonreír
feliz por haber llegado hoy a casa y tener la comida preparada, por encontrarse
sola en casa durante todo el fin de semana para dedicárselo única y
exclusivamente a ella, por sentirse arropada por el sillón que olía a su padre
y que la transportaba a su feliz niñez cada vez que se sentaba en él, por tener
la vida que tenía y por haber descubierto, en ese preciso instante, que era
feliz, y eso valía más que cualquier enfado tonto por un anuncio creado,
seguramente, por algún grupo de hombres que no sabía lo maravilloso que era ser
una mujer. Así continuó con su vida.